Témperley tiene río, como Quilmes, aunque nunca estuve en el río de Quilmes. Es verano y estoy con los pibes jugando al vóley en un balneario. También está ella.
Con una resignación más cercana a la curiosidad que a la indiferencia todos esperamos una inundación. Ninguno de nosotros había visto nunca una inundación. La gente no hablaba de otra cosa, todos estaban expectantes, hasta impacientes porque empiece de una vez a llover.
Nosotros seguíamos jugando en la playa, íbamos a esperar que cayeran las primeras gotas para irnos a un lugar más alto para ver de cerca como poco a poco se inundaba todo. Pero el agua no vino desde el cielo.
Yo había ido a buscar una pelota que se fue larga y al levantar la cabeza ví que en el horizonte, todavía lejos, todavía azul y hermosa, una ola gigante se apuraba por llegar a la costa.
Todos empezamos a correr tierra adentro. No hay miedo, uno queda fascinado por la fuerza descomunal de la naturaleza. La energía del aire electriza la parte de afuera de la piel. Uno adentro se sabe otra cosa, más apagada, menos vibrante que el viento que ya empieza a arrancar carteles, a limpiar las calles.
Corro con Celeste tomada de la mano y la ola ya llegó a la costa. Destroza todo: las casas, los autos. Pero a la gente no le hace nada. El agua, que en las paredes llega hasta las ventanas del tercer piso, en ningún momento supera la altura de las rodillas de los que corremos por la calle. Por todas partes se ven esqueletos de autos y de peces arrastrados por la corriente, es filosa la inundación.
Vos y yo seguimos tomados de la mano, hablamos a los gritos y tu voz me llega de muy lejos, tapada por el ruido de las olas golpeando las cosas, las sirenas, las risas y bocinas de la gente. Pero es tu voz, por sobre todos los sonidos del mundo es tu voz. Doblamos en una esquina y empezamos a pisar pasto, dejando esa tormenta atrás. De frente tenemos el puente viejo que está sobre 25 de Mayo, a la derecha la vía y a la izquierda unas casitas. En la puerta de una de las casas un viejo parece estar juntando ramas.
Caminamos hasta el final de la calle, está bloqueada por un cerco que une el piso con la panza del puente. El cerco está cubierto por unas enredaderas con flores blancas, de pétalos carnosos y perfume embriagador. Empezamos a trepar para subir al puente, pero al llegar a la mitad, el perfume de las flores nos emborracha y no podemos seguir porque nos da un ataque de risa. Bajamos y después de mirarnos fijo un rato nos ponemos serios.
Retrocedemos y nos acercamos al viejo. Está sentado en un banquito petiso y delante de él hay dos montículos, son unos bizcochuelos de tierra muy prolijos: en la cara superior del primero está incrustado el esqueleto de un gato. Los huesos están dispuestos de tal manera que recuerdan un símbolo astrológico. Alrededor de este montículo el viejo enciende unas velas de colores y quema incienso. A un costado, entre el primer y segundo montículo, hay una botella de vidrio violeta. Por momentos, la botella está rota.
En la tapa del segundo montículo hay un esqueleto de bebé, los huesitos ordenados con el mismo criterio que los del gato.
El viejo tiene barba bíblica, se parece a Marx y está vestido como un croto. Sus manos son enormes. Cuando habla, el sonido es profundo y cálido, tiene voz de volcán. Nos cuenta su historia:
El bebé era su nieto. Él lo tenía a upa, lo estaba acunando en sus brazos cuando el gato volteó con su cuerpo la botella que contenía benzina. Al romperse, estalló y el fuego consumió al gato y al bebé, pero no le hizo nada al viejo.
Le pregunto por qué le ponía más atención al montículo del gato que al del nene.
El viejo me contesta:
- Porque velo lo que respeto- extiende un brazo sobre el montículo del nieto y abre la mano.
- Y guardo lo que quiero- de la mano del viejo empiezan a llover granos de café que cubren el montículo hasta esconderlo para siempre.
Gus
"Montículo"
ResponderEliminar...que buena palabra!
JA Viena.